PUENTE DE PIEDRA

Juan Marqués

Durante los años que ejercieron de bisagra entre una adolescencia francamente ensimismada y una juventud directamente panteísta, me gustaba caminar algunas noches hasta la parte central del Puente de Piedra, siempre fantasmal entre la niebla, y desde allí mandaba un mensaje de teléfono a Laura: «Estoy aquí. ¿Te apetece venir?». Ella estaba en el secreto y entendía, y a veces llegaba cuarenta minutos después, a veces no llegaba nunca, pero siempre sin responder. Entonces paseábamos un rato por la orilla del río o me quedaba un par de horas mirando su corriente, con la mente en blanco, escuchando. El Ebro fue arrastrando los años, y arrastró también la juventud, y se llevó consigo a todos esos dioses que me hablaban, y también, por supuesto, la inocencia, y el silencio interior, y hasta los números de teléfono. Al final la sumergió también a ella, pero yo todavía acudo cuando puedo a ese lugar, en el centro del puente, junto al memorial, y me quedo mirando el agua. Seré yo -será a mí-, pero me da la sensación de que el río, con estruendo pero sigiloso, más espectral aún que el puente, está arrastrando poco a poco toda la ciudad, que se difumina, que se esfuma, que desaparece. ¿De verdad no habéis notado que se está disolviendo?