CITA
Páginas 276-277
Mis abuelos vivieron varios años en la plaza de los Sitios, que era una zona bastante fina. Mi abuelo, como queda dicho, trabajaba de chofer de una familia pudiente de la ciudad, y, cuando se casó, contrataron a su señora esposa como portera de la casa. Vivían en el apartamento de la portería y estaban ambos a disposición de los diferentes señores del edificio. Así pues, además de trabajar como portera, mi abuela lavaba las ropas de cama y mesa de los propietarios, la mayoria medicos y militares, que estaban emparentados entre sí. A algunos de ellos, personas de bien de las que mi abuela guardó buen recuerdo hasta el final de sus días, los fusilaron cuando la guerra, porque, aunque eran ricos y tenían chófer, también eran republicanos, y no comulgaron con el alzamiento militar. A mi abuela, que no se solía emocionar con casi nada, se le humedecían los ojos cuando se acordaba de cómo habían matado al marido de doña Paquita o al hermano de doña Julia. El primero, un militar que no apoyó el golpe, acabó en el canal. El otro, por haber sido alcalde durante la república, dejó de respirar delante de un paredón. Años antes de la guerra, en la casa de al lado vivía el apuesto cuñado del director de la Academia General Militar, un hombre pequeño que nunca sonreía, pero que caminaba siempre muy ufano del brazo de su mujer cuando iba a visitar al cuñadísimo; un hombre de voz atiplada y barriga incipiente que había sido el general más joven del país. Mi abuela se acordaba de que algunas veces lo veía desde el cuartito de la portería. No le gustaba nada aquel hombre, que en alguna ocasión había entrado en su portal equivocadamente. Mi abuela le preguntaba que donde iba, y el respondía que a casa del señor Serrano Suñer. «Pues no vive aquí ese señor, que es en la casa de al lado». «Ah», decía el general con su voz de pito, y se iba por donde había entrado, del brazo de su señora y con la barbilla bien alta, como si estuviera en posición de firmes en todo momento.
— Es el director de la Academia -le había dicho una tarde doña Julia, que bajaba entonces del principal.
— Pues mire, doña Julia, a mí como si es el sobrino de la Virgen del Pilar. Yo le pregunto a todo el mundo que adónde va. Es mi deber, y así lo hago. Y le preguntaría al mismísimo Jesucristo si quisiera entrar.
— Hace usted muy bien, Mercedes, hace usted muy bien. Pero ese hombre tiene algo inquietante, ¿no le parece a usted?
— Parece que se haya tragado el palo de una escoba, eso es lo que me parece. Es pequeño y feo. Por eso se estira tanto, porque así se cree que es más grande —contestó mi abuela
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