CITA
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Desde hacía un par de años, Ramiro trabajaba en la oficina central de la caja de ahorros, en la calle de San Jorge. Su jornada laboral se alargaba casi siempre hasta más allá de las tres. Una tarde, mientras se despedía de unos compañeros, vio a su suegro, que le hacía señas desde la otra acera. Como nunca antes había ido a esperarle a la salida del trabajo, se preguntó qué podía haber ocurrido. Esperó a que terminara de pasar por la calzada un motocarro cargado de botijos y cruzó.
—Ven —dijo Samuel, indicando vagamente en dirección a la calle de San Andrés y la trasera del Teatro Principal, y como única explicación agregó: Con las niñas no hay manera de hablar. A Ramiro siempre le había extrañado que Samuel y Mercedes siguieran llamando niñas a sus hijas. Se detuvieron ante la persiana medio cerrada de un local.
—Ayúdame.
Terminaron de subir la persiana entre los dos. Ramiro tosió. Un polvo muy fino flotaba en el ambiente. Samuel buscó el interruptor. Una bombilla desnuda esparció una luz mustia y temblona. Había unos sacos de cemento apilados junto a la pared y cuatro o cinco botes grandes de pintura.
—Esto es lo único que falta —dijo Samuel, satisfecho—. Una semana. Dos como máximo. Samuel apartó con el pie un teléfono viejo que había en el suelo y, tras meterse por un pasillo angosto fue abriendo puertas y encendiendo luces.
UBICACIÓN
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