CITA
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Pero su infancia estaba en el Gancho, en la calle Miguel de Ara. Mi abuelo, nacido en las soledades morunas del Jalón, era de la parroquia del Gancho. Y ser del Gancho es una de las formas más zaragozanas de ser. Arrabal de gremios en la Edad Media, es un vecindario popular y romanticón que los zaragozanos dicen amar pero que en verdad siempre han despreciado. La mitología oficial cuenta que su deterioro es reciente, que fueron las drogas, la especulación inmobiliaria y la desidia municipal las que llevaron allí a los asistentes sociales y los planes de intervención urbanística, pero el Gancho ha sido siempre el estercolero de Zaragoza. Por eso se instaló el Santo Oficio allí. Por eso se quemaba vivos a los herejes en San Pablo, en sagrada y popular barbacoa. Por eso tenía dos grandes mercados, para que el olor del bacalao podrido se mezclara con la ruina general. Por eso se abría allí la Posada de las Almas, un nombre poético para una parada de carreteros que, desde el siglo XVIII, mantenía a los huéspedes bien surtidos de piojos y vino rancio, fuera de la vista de la gente de bien (luego fue fonda de toreros, porque el Gancho era, como todos los nidos de mugre, un barrio taurino).
Por eso los escolapios montaron allí la primera escuela gratuita de la ciudad, para desasnar a los hijos de los pobres y que mendigaran sin errores gramaticales, porque bien estaba que los niños molestasen a los señores pidiendo un real, pero que al menos lo pidieran sin cagarse en la memoria de Nebrija. Por eso en sus calles tenían costumbre de nacer joteros con voz de trueno que grababan discos de pizarra, cantaban en Nueva York y morían ricos, famosos y cirróticos como estrellas del rock. O fotógrafos de grano grueso y cuerpo delgado que robaban gestos de Ava Gardner en la plaza de toros. Buscavidas que apostaban el todo a un talento hipertrofiado para no ahogarse en el Gancho. Por eso se levantó allí la cárcel, que ahora es un colegio que prepara a los pobres para el reformatorio. Por eso funcionaba el mayor cabaret de Zaragoza y uno de los mayores de España, con su enjambre de putas en la esquina y sus gritos de champán malo al amanecer. Por eso, en fin, tenía domicilio allí el viejo Ayuntamiento, porque pocas cosas desprecian más los zaragozanos que a su corporación municipal, y pensaron que su sitio estaba con los desechos, entre torerillos, puteros, viajantes de comercio que secuestraban niños y monjes con sífilis.
El Gancho es aún hoy un barrio fácil de ignorar. Al Gancho no se llega por casualidad. Nadie se pierde para aparecer en medio de la calle de Predicadores. Al Gancho se va por voluntad propia, por eso ha resistido todas las fiebres turísticas y todos los planes de rehabilitación.
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