Acaba el verano de 1958. El barrio de Las Fuentes, en Zaragoza, crece a golpe de especulación: las viviendas del grupo Girón y las del grupo Casta Álvarez aparecen de la nada junto a las viejas casitas de Rusiñol y Figueras, las de Escoriaza, las casas baratas de Montemolín, el Matadero Municipal, la parroquia de Cristo Rey, los campos de Racaud, una línea de tranvía… Zaragoza capital del desierto, crece a golpe de ladrillo.
Hay un puñado de hombres y mujeres con algo en común: han sufrido la pérdida, tienen buena memoria y viven mirando al pasado en una vida teñida de claroscuro. Unos perdieron la guerra, otros viven confundidos ante una victoria que se les antoja vacía, caballeros mutilados de la guerra de España, voluntarios en Rusia que dejaron atrás algo más que el futuro, gente común que sigue mirando con rabia un tiempo que se les fue de las manos gente sin más presente que trabajar, sin sueños.
Pero algo llega para cambiarlo todo de repente, como un fogonazo de viento y luz bate los cristales y corre los visillos: a principios de octubre, Gina Lollobrigida y Tyrone Power van a rodar para King Vidor «Salomon y la Reina de Saba» en Valdespartera. El cine, única ventana por la que podían ver el mundo, se convierte por unos días como por arte de magia en una puerta. Para unos, el rodaje será un soplo de color e ilusión; para otros, el escenario perfecto para la venganza. Lo que salga por esa puerta, quizá no vuelva a entrar.