CITA
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De su Madrid natal no tenía recuerdos, así que Mercedes no recordaba ni las ardillas del Retiro ni la corrala de Chamberí. Por eso, cuando llegó a Zaragoza, con sus casas de más de dos pisos de altura, el bulevar del paseo de la Independencia, el monumento de la plaza de los Sitios y aquellos edificios, con columnas y esculturas, que se habían construido con motivo de la Exposición Hispano-Francesa de 1908, en el centenario de la invasión napoleónica, mi abuela pensó que estaba en el París de Víctor Hugo. Su padre, algunas noches en las que hacía demasiado frio para ir al casino, les leía en voz alta fragmentos de Los Miserables, que era uno de los libros que se había llevado de su casa de Almería. A Mercedes y a Pilar les gustaba imaginarse lo que había detrás de las palabras que Juan leía con su acento andaluz, que no había perdido y que nunca perdería. Había palabras que las niñas no entendían, como gárgolas, pero no se atrevían a preguntarle a su padre y revestían aquellos sonidos con los ropajes que su fantasía infantil creaba en su imaginación. Otra cosa que llamaba mucho la atención de mi abuela cuando llegó fueron las torres que jalonaban la ciudad; las había para todos los gustos, cuadradas, redondas, octogonales, y todas muy altas, tanto que parecían rascar «el culito de los ángeles», como les decía Agustina, que tampoco había visto nunca edificaciones tan elevadas y puntiagudas, ni siquiera en el tiempo que había vivido en la capital del reino.
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