CITA
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Cruzo hacia el puente con la despreocupación del turista. Paso por debajo de los leones que vigilan el discurrir de los taxis y los autobuses. A mi izquierda queda el muro del antiguo cuartel de San Lázaro, que ya no está, sólo aparece en las fotos antiguas, con aspecto de fortaleza colonial, como si el arquitecto hubiera confundido el Ebro con el Caribe. El fuerte desapareció, y también el monumento a Santo Dominguito de Val que ocupó su lugar durante muchos años. Lo que no desaparece es el pozo del mismo nombre, ese remolino de agua situado al pie del muro, junto a la arcada más septentrional del puente de Piedra.
El pozo de san Lázaro se presta a dejar volar la imaginación. Todavía hay quien cree que no tiene fondo y que comunica con algún lejano lugar por donde emergerían las aguas del Ebro que se cuelan por este agujero.
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Muchos inmigrantes cruzan a diario este puente: el chico africano que trabaja en una cristalería de la calle Sobrarbe, las mujeres magrebíes que se dirigen al Mercado Central, los ecuatorianos que acuden por centenares a reunirse al Parque del Tío Jorge, los argentinos que matan la nostalgia en un local de la plaza de San Gregorio al que han bautizado “Milonga del Arrabal”, la mujer rumana que limpia portales en la nueva urbanización de la Azucarera, la familia china que trabaja en un cercano restaurante oriental, a cuya hija recién nacida han puesto de nombre Pilar, y cientos y cientos más.
El puente tiene mucho color en las horas punta: gente que acude a sus trabajos, chicos y chicas camino del instituto, y la novedad de los últimos años: grupos de dos o tres mujeres maduras, rondando los sesenta, vestidas con prendas informales y calzado deportivo, que salen a caminar por prescripción facultativa.
Casi todo el mundo lo cruza deprisa, a veces por llegar a tiempo al trabajo, a veces porque el cierzo invita a volar hasta el otro extremo. Si retardas un poco el paso, aprecias detalles que a veces la prisa no te deja ver.
UBICACIÓN
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